sábado, 18 de noviembre de 2023

Jordania o las jordanias

Cuando te planteas un viaje turístico sueles plantear el país como un pack, un todo simplificado basado en cuatro postales (highlights que dicen los gringos) sin plantearte a menudo si detrás de los tópicos hay algo más. Si esperas una lista de sitios a visitar puedes dejar de leer.

Hacer el viaje en bicicleta, como suele ser mi caso, ayuda a entender un poquito más y el ritmo lento, a digerir mejor el país. 


Este ha sido el caso de mi reciente viaje a Jordania, 800 kilómetros de pedales y reaprender un país que ya había visitado y que va más allá de Petra, la agobiante Amán, las joyas romanas de Jerash o el paisaje de otro mundo del Mar Muerto. Tampoco fue un viaje que preparara al detalle, más allá de lo físico, por lo que los apuntes que lance aquí serán un ir y venir de ideas, conversaciones y flashes.

Por lo pronto confirmar un par de tópicos muy reales: la gente es hospitalaria, mucho. Hasta el extremo de invitarte a comer (me sucedió) y, además, imbuida por su curiosidad, alargan la conversación en la medida que permiten las barreras idiomáticas. 



Otro tópico universal es el sistema de doble precio local vs turista. Solo que en Jordania el sistema es incentivado desde el propio Estado con precios como el de Petra, que multiplica hasta 50 veces el precio de la entrada con respecto al de los jordanos.

Pero hay una Jordania hablada y contada. La que empieza con imperios de los que ignoraba mucho. La de los nabateos, más conocidos por haber edificado esa maravilla de la Humanidad que es Petra, arrancando de la piedra una ciudad con palacios y templos imponentes. Pero también los moabitas, los amonitas, los arameos... Pueblos que se movieron por una ruta histórica que yo recorrí en bici: la conocida como camino o ruta del Rey. Hoy en día una tranquila carretera secundaria que estaba allí, más o menos, hace 3000 años y que sigue siendo, básicamente, la forma de moverse por la orilla Este del río Jordán y el Mar Muerto hasta el Golfo de Aqaba en el Mar Rojo.

Recorrer esta ruta en bici, si quieres ver los puntos de interés, no es fácil ni cómodo. Aparte del efecto sartén de ese lago salino que es el Mar Muerto los desniveles pueden ser de hasta 1700 m de diferencia, como me sucedió para llegar a Al Karak, en la ruta de los castillos. La misma que hizo Saladino expulsando a los cruzados (los francos como les llaman los árabes).


Por otro lado el recorrido por el Mar Muerto, empezando por el  presunto lugar de bautismo de Jesús, enseña una Jordania escrita en la Biblia, con la histórica Madaba, un auténtico museo del mosaico bizantino con piezas únicas en el mundo. Madaba agrupa a la práctica totalidad de la comunidad cristiana de Jordania, parte de ellos palestinos o libaneses refugiados tras la aparición de Israel en escena.

Puedes seguir historias contadas en la Biblia en el Monte Nebo, desde donde a Moisés le fue permitido ver la Tierra Prometida que nunca pisaría, las comunidades monásticas cercanas a Jerash, el lugar de nacimiento del profeta Isaías, la ira de Dios contra Sodoma o el propio lugar del bautismo, una especie de parque de atracciones cristiano con vistas a los soldados israelíes armados hasta los dientes del otro lado del Jordán. 

Israel es el "fucking neighbor" como me dijo Musa. Un vecino presente y odiado que acompaña como una sombra buena parte del recorrido que discurre, a menudo, a un paso de la frontera que el despliegue militar deja bien claro que está ahí. Frontera que ni unos ni otros cruzan. Solo los turistas y con un visado turístico. Ironías de la vida. El turismo se permite, la convivencia está vetada. Los palestinos ni cuentan, aunque, básicamente, palestinos y jordanos son el mismo pueblo con distinto nombre.

Quién iba a pensar que, tan apenas unos días después de mi vuelta, estallaría el conflicto en Gaza de la forma en que lo ha hecho. Aunque la guerra es parte del día a día de esa zona.

El abuelo de Fadi era de Ramala, ahora en Cisjordania. Fadi es un musulmán progresista. De los que ven con preocupación como se polariza el país entre laicos y musulmanes moderados frente a la corriente más islamista tradicional y el Islam político (no me detendré en los matices porque es muy largo de explicar) de mujeres tapadas hasta los ojos, barbudos y contenidos educativos totalmente lastrados por la religión. 

El Islam penetra la vida, aunque los no musulmanes no podemos penetrar en las mezquitas. También es una realidad ceñida al idioma árabe, con lo cual queda lejos de los occidentales. 

Mi árabe es paupérrimo y me permite conversaciones banales, divertidos regateos, decir mi edad, agradecer o quejarme un poco. Siempre con hombres, claro. Las mujeres son el otro mundo en un país musulmán y a mí me está vetado.

El viaje enseña cosas. El silencio también. Silencio como el de las mujeres jordanas. En 15 días de viaje a duras penas intercambio unas pocas frases con alguna camarera o guía. No es que no hablen inglés, es que no hablan con desconocidos del sexo opuesto. Es lo que hay.

Es bueno cambiar el chip. Para mucha población occidental Sadam Hussein solo fue un tirano. Para mucha gente en Jordania es una especie de héroe.

A poco más de mitad de camino me encuentro con Petra. Es mi segunda visita y he de reconocer que la encuentro más descuidada. El afán por sacar un dinero extra ha sembrado de chiringuitos las ruinas milenarias. Hay más basura y un turismo masivo que padece los rigores de las polvorientas ruinas (de punta a punta son casi 7km que incluyen escaleras interminables) para las que más vale ir bien provisto de agua. 






Petra es difícil de describir. No es una sola ciudad sino una acumulación de culturas una sobre otra. Un mosaico a cielo abierto de imperios que dejaron su huella en lo que empezó siendo una ciudad única arrancada a la piedra. Por allí pasaron griegos, romanos, construyeron iglesias los cristianos bizantinos, establecieron su hogar los beduinos...

Solo el paraje, con su célebre entrada por el Siq, ya merecería una visita en sí. Lo que no merece tanto la pena es la ciudad anexa. Un lugar sin gracia ninguna pensado para el turista y donde los precios son un escándalo y la calidad de la comida amerita una diarrea, como me sucedió a mí mismo.

El camino sigue hacia el desierto, la vegetación va desapareciendo paulatinamente a partir de Wadi Musa, el estrecho valle que encierra a Petra.

El camino hacia el Sur deja en Wadi Rum, probablemente una de las áreas desérticas más populares del Mundo. 

Wadi Rum es el decorado de la película de Lawrence de Arabia y es sinónimo de un paraje en el que solo el camello o el 4x4 te pueden transportar. La bici descansó, yo no.

Dicen que es el desierto más bello y lo cierto es que el tiempo se hace corto recorriendo las formaciones geológicas, el cañón donde culturas milenarias dejaron petroglifos, viendo los cambios de color con la luz, escuchando el silencio... Y eso pese al calor inclemente y una arena que se cuela hasta el último rincón del cuerpo.

Me alojo en casa de la familia de Yusuf. Beduino y descendiente de beduinos. 


Hace un siglo más de la mitad de la población jordana era nómada o seminómada. Ahora esa mitad de la población vive en Amán y su área metropolitana.

Las formas de vida tradicionales, con excepción de parte de la gastronomía, han quedado para el folklore y poco más.

La Jordania rural se está despoblando y la población se concentra en núcleos urbanos. Además el país padece una gran dependencia alimentaria e importa mucha de la comida que consume.

Más al sur el país termina en el Mar Rojo. Llego de la única manera posible: por una atestada carretera en la que mi bicicleta parece una pulga entre cientos de camiones que se dirigen al único puerto del país en Aqaba.



De la antigua Ayla, puerto histórico que se situaba en la zona donde ahora se encuentran los hoteles más lujosos de la ciudad, poco queda.

Aqaba es una ciudad moderna donde lo que es una rareza en el resto de Jordania aquí es normal: alcohol, guiris en bikini, garitos con música moderna y una vía de escape para los vecinos de la cercana Arabia Saudí, fronteriza a escasos 30km.

También es un lugar especialmente caluroso y donde el calor de la tensión política se mastica. En un puñado de kilómetros se apiñan las fronteras israelí, jordana, saudí y la convulsa frontera egipcia en la península del Sinaí.




Vuelvo a Amán en autobús. Los buses de Jett son cómodos, baratos y rápidos, un buen motivo para no necesitar tours organizados. Además el país es muy seguro.

Amán, a pesar de su tráfico infernal y su capa de contaminación, me gusta. 

La población local va más a su rollo y no te suelen dar la murga, aunque muchos hablan un excelente inglés. Es un lugar febril, de compras y paso obligado, uno de cuyos mayores atractivos es lo que queda de la antigua ciudad romana (Filadelfia se llamaba) y la variedad gastronómica a precio razonable.

Es ciudad además de contrastes. Con arrabales pobres que se extienden muchos kilómetros al tiempo que urbanizaciones de lujo o colegios privados muy exclusivos. 



También concentra mucha población flotante porque los mejores hospitales, las universidades y las instituciones están aquí.

Llego al aeropuerto. Muchos miran como un marciano al calvo en bici.

Dejo Jordania, empieza una guerra a un paso pero siempre quiero volver a esta zona del planeta.

lunes, 9 de enero de 2023

Estambul, ciudad de muertos.

Se deja ver, no es ninguna realidad oculta. Estambul tiene devoción por la muerte porque está llena de ella. La ciudad está salpicada de cementerios, algunos visibles y otros no. 



Están los anónimos, los de la gente de a pie y los de la nobleza del Imperio Otomano. Un imperio que, como todos, tenía un intenso hedor a muerte. Más que nada porque, aparte de hacer la guerra, se sustentaba en prácticas como el fraticidio masivo para llegar a ser sultán (hubo sultanes que llegaron a matar a decenas de parientes para acceder al trono).



Al fin y al cabo son miles de años transitando la Historia. La grande, con mayúsculas, y la de la gente pequeña. La de cuya vida no deja mucho más que una anotación burocrática. De ello fue parte de mi pequeña visita.



El año pasado me impactó como un mazazo un libro de la escritora turco británica Elif Shafak: Mis últimos 10 minutos y 38 segundos en este extraño mundo.
Es una historia descarnada y poética de la cara fea de Estambul. Un monstruo urbano de 17 millones de habitantes aproximadamente. 
Aproximados porque nadie ha conseguido hacer un censo real de cuánta gente vive en su conurbación de 100km de largo que ha ido absorbiendo poblaciones cercanas.


La novela la protagoniza la prostituta Leila Tequila que reflexiona mientras acaba de ser asesinada y arrojada a un contenedor de basura.
Nos presenta una galería de personajes que viven al margen de una sociedad que ofrece varias caras. Moderna por un lado y musulmana por otro, pero que está llena de esquinas oscuras donde se mueven personas como la protagonista.
Una historia en que aparecen desmontados varios de los tabús de la sociedad turca: el consumo de alcohol, la homosexualidad, los matrimonios concertados del ámbito rural, la religiosidad hipócrita...



El relato nos traslada a varios lugares, pero concluye en un lugar desolador: lo que llama la autora el cementerio de los solitarios, en Kilyos. Un gran cementerio a 28kms del centro de Estambul y a un paso del Mar Negro. 
Kilyos es un pueblito marítimo de claro origen griego ahora absorbido por la urbe, con negocios de venta de pescado y un par de playas.
Pues bien, me decidí en mi cuarta visita a Estambul a conocer ese cementerio en un pequeño ejercicio de mitomanía innecesaria.



Una hora y media de transporte público, una de las cosas que mejor funciona en Estambul (y menos mal) hasta una zona de robledales y pinares.
Un día gris y lluvioso que se prestaba a la visita. 
Hay un entierro. Solo hombres, como prescribe la religión musulmana. Las mujeres, sin embargo, son las que más pululan por el recinto. La occidentalización de Turquía ha traído costumbres como depositar flores. 


La mayor parte del cementerio son tumbas musulmanas. Incluso extramuros, pues la necrópolis va creciendo paralela a la superpoblación de la ciudad.
En el muro oriental las tumbas cristianas. Mezcladas ortodoxas con católicas.
Donde se terminan los caminos cimentados y mirando a una autopista varias extensiones de tumbas sin nombre ni lápida. Sólo números pintados en tablas.
Las de los nadie. Prostitutas como la imaginada protagonista de la novela de Shafak, suicidas y, en los últimos años, las vidas de refugiados que se ahogan en tránsito al sueño europeo.



Aún así el paraje no es desagradable del todo. El clima cerca del Mar Negro es húmedo. El cementerio está situado en medio de un robledal y hojas y bellotas tapizan el suelo. 
Lejos del estrés de la frenética ciudad los anónimos descansan en paz.
¿Quién sería la nigeriana Esther, muerta con 28 años? Su nombre era de los pocos que mereció una lápida. En otras tablas hay garabateadas algunas palabras, una fecha.


A un paso dos fosas abiertas esperan. Hay que ahorrar trabajo. Los muertos que terminan allí muchas veces no pasan por el hospital. 



Hubo quien dijo que, si quieres conocer una ciudad, compra en un mercado, lee un periódico y visita un cementerio. De hecho las ciudades de los muertos nos enseñan mucho de la realidad de los vivos.
Yo suelo decir que viajar no tiene que ser amable ni bonito. A mí me sirve a veces para aprender en mi papel de turista. Humildad, por ejemplo.



Visité más tumbas en esos días. Desde el mausoleo de Solimán el Magnífico y su esposa favorita a abigarradas extensiones de lápidas que surgen en cualquier esquina de la zona histórica, cementerios de sufís donde se reza o medio derruidos con los omnipresentes gatos o el célebre café dentro del cementerio de Cemberlitas. Estambul no se puede entender sin sus muertos.
Ahí los dejé. Espero volver y prefiero pensar que alguien se acordará de los solitarios de Kilyos.