domingo, 16 de noviembre de 2025

El Cairo, entre esplendor y sordidez

Me fascinan lo que yo llamo las ciudades monstruo. No porque me gusten, muy al contrario, pero eso no quiere decir que no me interesen. Me interesan la contaminada Teherán, la peligrosa Johannesburgo, la invivible Caracas o la durísima Delhi.

Tenía pendiente en la lista la mayor ciudad de África: El Cairo. No podré contar gran cosa, pero aquí quedan unos flashes.



Meseta de Guiza, las imágenes más típicas de Egipto.

Entre 16 y 25 millones de habitantes, una horquilla que casi parece una broma y es por decir algo porque los cairotas no saben decir cuanta gente vive allí. Ni tampoco el propio estado egipcio, que no parece estar seguro de la población de una ciudad en permanente movimiento.

El Cairo ha crecido y absorbido poblaciones de su entorno y se ha transformado en el monstruo que es ahora. La urbe actual es la suma de lo que fueron varias ciudades (Heliopolis, Fustat, Guiza) y es de un tamaño que marea.

La ciudad del escritor Naguib Mahfuz, que tenía la décima parte de población, ya no existe, porque Cairo, decía el Nobel Egipcio, está en permante mutación. O a lo mejor siempre cambia aunque hay cosas que siguen igual.

Vida cotidiana

La primera impresión, tras el aeropuerto: Llegar muy de noche, tráfico terrible y olor a combustible que me acompañará todos los días. Si El Cairo huele a algo es a gasoil. Cruzar una calle es un deporte de riesgo. Se hace como bien puedes en un entorno sin semáforos ni control alguno, en un permanente slalom de peatones.

Como sucede con muchas otras megaurbes no importa la hora que llegues. Yo me planté a más de medianoche cenando uno de los populares koshari, plato egipcio omnipresente. Por menos de 1 € te llena la tripa a base de lentejas, macarrones y arroz. Suena raro pero está bueno.

Pese a la terrible crisis inmobiliaria casi endémica que padece la ciudad y la inflación galopante, la vida es muy barata para los estándares occidentales. También hay que tener en cuenta que el salario medio en Egipto son 250€ mensuales. Esto los turistas en viaje organizado no lo notarán. Las "clavadas" y el sobreprecio es inmisericorde.

Una Impresión que también te llevas rápido. Es una ciudad en la que tienes rascacielos y edificios inteligentes pero, al mismo tiempo, hay rebaños de cabras o gallinas correteando en el mismo centro urbano.

Puedes encontrarte frente a un solar de varias hectáreas como manzanas en que se apiñan miles de habitantes con cobertizos de varios pisos encima de los edificios que albergan familias enteras.

Viernes, día de boda en la Ciudadela de Saladino

Y sí, hay que ver las pirámides y los museos, pero de eso no hablaré. Hay fotos e información de sobra.

Conviene aclarar de antemano que en el Cairo hay pocos lugares para pasear. En kilómetros a la redonda solo hay un parque, El Azhar, y tampoco es que esté muy limpio.

Pero hay que moverse y la gente tira de Uber, de unos microbuses atestados y de un metro muy eficiente y puntual.

Para las calles estrechas y si te ves valiente puedes probar a dar una vuelta en uno de los motocarros, que conducen como auténticos suicidas y se meten hasta el último rincón.

No es niebla, es contaminación

Si vas en viernes la poli no te dejará pasearte cerca de las mezquitas más populares, como Al Husseyn o El Azhar, bastiones de los Hermanos Musulmanes. No será un policía lo que veas, sino auténticas legiones de antidisturbios armados hasta los dientes. Porque, claro, conviene no olvidar que has aterrizado en una dictadura... Bueno, elecciones hay, pero solo se pueden presentar los partidos del régimen.

Por esas cosas del destino político el único gobierno democrático que ha tenido el país desde el fin de la monarquía fue el de un candidato del Islam político, Mohamed Morsi. Una tendencia política ahora proscrita. 

La dictadura no se ve, pero se siente en una inusitada presencia militar y policial que tiene muy claro que al turista se le aleja del conflicto.



Pero entre todo este caos hay un centro más simbólico que real: la plaza Tahrir, que fue escenario de la Primavera Árabe y que acoge tradicionalmente concentraciones por los más diversos motivos. Y es un buen punto de partida.

En rigor es una plaza moderna, sin nada en especial. Menos aún ahora que cierra el Museo Egipcio por traslado a Guiza. Rodeada de algunos edificios de principios del XX con cierto aire Decó y de hoteles de lujo. 

Tahrir está al lado el Nilo y se cruza desde allí a la isla de Gezira, donde se halla Zamalek, zona de disfrute para pijos con clubes exclusivos, zonas verdes y aire cosmopolita. Más artificial que un peluquín en una ciudad que, no nos engañemos, es pobre.


Desde Tahrir hacia el Este se extiende propiamente el Cairo histórico, empezando por lo que se conoce como el Downtown, un febril barrio lleno de comercios donde se puede comprar de todo y que es un permanente atasco. También es la zona ideal para alojarse porque está la estación de Tren y bus más importante del país, Ramsés, además de los decadentes cabarets que aún sobreviven, los baladi, y cientos de restaurantes, pastelerías y toda una ciudad que pasa por allí.


Pero el Cairo histórico son muchas ciudades. Por un lado lo que se llama El Cairo Islámico, de callecitas estrechas donde bulle la vida. En mitad la calle Al Muizz, una especie de calle-museo donde se agolpan varios monumentos únicos de arte islámico y al lado el Zoco por excelencia: Khan el Khalili. Uno de los más antiguos, del siglo XIV nada menos, y puede que el más famoso del mundo.

Khan el Khalili


Edificio estilo otomano en El Muizz

Una de las paradojas: la zona histórica es a vez una de las más pobres y superpobladas. Un Patrimonio de la Humanidad que mantiene en pie sus monumentos, como las impresionantes mezquitas y madrasas, mientras las casas se caen a pedazos.

Y, con cruzar una gran avenida allí espera Qarafa, o el cementerio septentrional, que es exactamente eso: una inmensa necrópolis convertida en barrio donde se apiñan un millón de personas en tumbas recicladas y edificios precarios. Puede parecer tétrico, pero es un lugar bullicioso y activo, aunque la pobreza más descarnada impera en sus estrechas callejas.


Rincones en Qarafa, Cementerio septentrional

Para alejarse de la permanente ruidera que hiere los oídos habrá que acercarse al Barrio Copto. Otra vez muchísimos polis porque la minoría cristiana en Egipto se halla en constante amenaza. Minoría en una ciudad en la que son más un millón y medio. Casi nada queda ya de la comunidad griega y nada de la judía, que hasta los años 50 eran miles y mantenía abiertas varias sinagogas, ahora cerradas, aunque la de Ben Ezra permite visitas turísticas.

Antiguos pozos de agua potable. Barrio Copto

La estructura del barrio copto recuerda un poco a la ciudad antigua de Jerusalén, con edificios que se apiñan unos sobre otros y, por supuesto, dos grandes cementerios en una ciudad que parece haber destinado grandes extensiones a sus muertos.

Hasta 2016 era ilegal en Egipto construir una iglesia, por un arcaico decreto otomano. Aún así, en un país con un urbanismo totalmente caótico se seguían construyendo y ahora simplemente se están legalizando.


Luego hay toda una maraña de barrios residenciales, torres de apartamentos humildes de los que se aprovecha hasta la azotea (una comunidad dentro de la comunidad de vecinos) y varios suburbios, como Guiza, la orilla oeste del Nilo.

Guiza es un lugar árido y polvoriento al que seguro irás si quieres ver la última de las Siete Maravillas, donde se ha abierto el nuevo Gran Museo Egipcio y tiene el dudoso honor de albergar Sphinx Airport el peor aeropuerto que he conocido. Si podéis evitarlo no vayáis allí.


No me dio para mucho más El Cairo, ciudad aprendida desde libros, novelas, la actualidad en un fanático de las noticias como yo y mi propia imaginación que, como la de todo el mundo, construye lugares y paisajes. Leed a Mahfuz, por favor, y El edificio Yacobian de Al Aswani.


Queda en la lista de las ciudades que yo diría hay que ver por lo menos una vez en la vida. Que fascina, como he dicho, y aterra a un tiempo. 

Aunque no vuelva en persona seguiré aprendiendo de ella.

sábado, 18 de noviembre de 2023

Jordania o las jordanias

Cuando te planteas un viaje turístico sueles plantear el país como un pack, un todo simplificado basado en cuatro postales (highlights que dicen los gringos) sin plantearte a menudo si detrás de los tópicos hay algo más. Si esperas una lista de sitios a visitar puedes dejar de leer.

Hacer el viaje en bicicleta, como suele ser mi caso, ayuda a entender un poquito más y el ritmo lento, a digerir mejor el país. 


Este ha sido el caso de mi reciente viaje a Jordania, 800 kilómetros de pedales y reaprender un país que ya había visitado y que va más allá de Petra, la agobiante Amán, las joyas romanas de Jerash o el paisaje de otro mundo del Mar Muerto. Tampoco fue un viaje que preparara al detalle, más allá de lo físico, por lo que los apuntes que lance aquí serán un ir y venir de ideas, conversaciones y flashes.

Por lo pronto confirmar un par de tópicos muy reales: la gente es hospitalaria, mucho. Hasta el extremo de invitarte a comer (me sucedió) y, además, imbuida por su curiosidad, alargan la conversación en la medida que permiten las barreras idiomáticas. 



Otro tópico universal es el sistema de doble precio local vs turista. Solo que en Jordania el sistema es incentivado desde el propio Estado con precios como el de Petra, que multiplica hasta 50 veces el precio de la entrada con respecto al de los jordanos.

Pero hay una Jordania hablada y contada. La que empieza con imperios de los que ignoraba mucho. La de los nabateos, más conocidos por haber edificado esa maravilla de la Humanidad que es Petra, arrancando de la piedra una ciudad con palacios y templos imponentes. Pero también los moabitas, los amonitas, los arameos... Pueblos que se movieron por una ruta histórica que yo recorrí en bici: la conocida como camino o ruta del Rey. Hoy en día una tranquila carretera secundaria que estaba allí, más o menos, hace 3000 años y que sigue siendo, básicamente, la forma de moverse por la orilla Este del río Jordán y el Mar Muerto hasta el Golfo de Aqaba en el Mar Rojo.

Recorrer esta ruta en bici, si quieres ver los puntos de interés, no es fácil ni cómodo. Aparte del efecto sartén de ese lago salino que es el Mar Muerto los desniveles pueden ser de hasta 1700 m de diferencia, como me sucedió para llegar a Al Karak, en la ruta de los castillos. La misma que hizo Saladino expulsando a los cruzados (los francos como les llaman los árabes).


Por otro lado el recorrido por el Mar Muerto, empezando por el  presunto lugar de bautismo de Jesús, enseña una Jordania escrita en la Biblia, con la histórica Madaba, un auténtico museo del mosaico bizantino con piezas únicas en el mundo. Madaba agrupa a la práctica totalidad de la comunidad cristiana de Jordania, parte de ellos palestinos o libaneses refugiados tras la aparición de Israel en escena.

Puedes seguir historias contadas en la Biblia en el Monte Nebo, desde donde a Moisés le fue permitido ver la Tierra Prometida que nunca pisaría, las comunidades monásticas cercanas a Jerash, el lugar de nacimiento del profeta Isaías, la ira de Dios contra Sodoma o el propio lugar del bautismo, una especie de parque de atracciones cristiano con vistas a los soldados israelíes armados hasta los dientes del otro lado del Jordán. 

Israel es el "fucking neighbor" como me dijo Musa. Un vecino presente y odiado que acompaña como una sombra buena parte del recorrido que discurre, a menudo, a un paso de la frontera que el despliegue militar deja bien claro que está ahí. Frontera que ni unos ni otros cruzan. Solo los turistas y con un visado turístico. Ironías de la vida. El turismo se permite, la convivencia está vetada. Los palestinos ni cuentan, aunque, básicamente, palestinos y jordanos son el mismo pueblo con distinto nombre.

Quién iba a pensar que, tan apenas unos días después de mi vuelta, estallaría el conflicto en Gaza de la forma en que lo ha hecho. Aunque la guerra es parte del día a día de esa zona.

El abuelo de Fadi era de Ramala, ahora en Cisjordania. Fadi es un musulmán progresista. De los que ven con preocupación como se polariza el país entre laicos y musulmanes moderados frente a la corriente más islamista tradicional y el Islam político (no me detendré en los matices porque es muy largo de explicar) de mujeres tapadas hasta los ojos, barbudos y contenidos educativos totalmente lastrados por la religión. 

El Islam penetra la vida, aunque los no musulmanes no podemos penetrar en las mezquitas. También es una realidad ceñida al idioma árabe, con lo cual queda lejos de los occidentales. 

Mi árabe es paupérrimo y me permite conversaciones banales, divertidos regateos, decir mi edad, agradecer o quejarme un poco. Siempre con hombres, claro. Las mujeres son el otro mundo en un país musulmán y a mí me está vetado.

El viaje enseña cosas. El silencio también. Silencio como el de las mujeres jordanas. En 15 días de viaje a duras penas intercambio unas pocas frases con alguna camarera o guía. No es que no hablen inglés, es que no hablan con desconocidos del sexo opuesto. Es lo que hay.

Es bueno cambiar el chip. Para mucha población occidental Sadam Hussein solo fue un tirano. Para mucha gente en Jordania es una especie de héroe.

A poco más de mitad de camino me encuentro con Petra. Es mi segunda visita y he de reconocer que la encuentro más descuidada. El afán por sacar un dinero extra ha sembrado de chiringuitos las ruinas milenarias. Hay más basura y un turismo masivo que padece los rigores de las polvorientas ruinas (de punta a punta son casi 7km que incluyen escaleras interminables) para las que más vale ir bien provisto de agua. 






Petra es difícil de describir. No es una sola ciudad sino una acumulación de culturas una sobre otra. Un mosaico a cielo abierto de imperios que dejaron su huella en lo que empezó siendo una ciudad única arrancada a la piedra. Por allí pasaron griegos, romanos, construyeron iglesias los cristianos bizantinos, establecieron su hogar los beduinos...

Solo el paraje, con su célebre entrada por el Siq, ya merecería una visita en sí. Lo que no merece tanto la pena es la ciudad anexa. Un lugar sin gracia ninguna pensado para el turista y donde los precios son un escándalo y la calidad de la comida amerita una diarrea, como me sucedió a mí mismo.

El camino sigue hacia el desierto, la vegetación va desapareciendo paulatinamente a partir de Wadi Musa, el estrecho valle que encierra a Petra.

El camino hacia el Sur deja en Wadi Rum, probablemente una de las áreas desérticas más populares del Mundo. 

Wadi Rum es el decorado de la película de Lawrence de Arabia y es sinónimo de un paraje en el que solo el camello o el 4x4 te pueden transportar. La bici descansó, yo no.

Dicen que es el desierto más bello y lo cierto es que el tiempo se hace corto recorriendo las formaciones geológicas, el cañón donde culturas milenarias dejaron petroglifos, viendo los cambios de color con la luz, escuchando el silencio... Y eso pese al calor inclemente y una arena que se cuela hasta el último rincón del cuerpo.

Me alojo en casa de la familia de Yusuf. Beduino y descendiente de beduinos. 


Hace un siglo más de la mitad de la población jordana era nómada o seminómada. Ahora esa mitad de la población vive en Amán y su área metropolitana.

Las formas de vida tradicionales, con excepción de parte de la gastronomía, han quedado para el folklore y poco más.

La Jordania rural se está despoblando y la población se concentra en núcleos urbanos. Además el país padece una gran dependencia alimentaria e importa mucha de la comida que consume.

Más al sur el país termina en el Mar Rojo. Llego de la única manera posible: por una atestada carretera en la que mi bicicleta parece una pulga entre cientos de camiones que se dirigen al único puerto del país en Aqaba.



De la antigua Ayla, puerto histórico que se situaba en la zona donde ahora se encuentran los hoteles más lujosos de la ciudad, poco queda.

Aqaba es una ciudad moderna donde lo que es una rareza en el resto de Jordania aquí es normal: alcohol, guiris en bikini, garitos con música moderna y una vía de escape para los vecinos de la cercana Arabia Saudí, fronteriza a escasos 30km.

También es un lugar especialmente caluroso y donde el calor de la tensión política se mastica. En un puñado de kilómetros se apiñan las fronteras israelí, jordana, saudí y la convulsa frontera egipcia en la península del Sinaí.




Vuelvo a Amán en autobús. Los buses de Jett son cómodos, baratos y rápidos, un buen motivo para no necesitar tours organizados. Además el país es muy seguro.

Amán, a pesar de su tráfico infernal y su capa de contaminación, me gusta. 

La población local va más a su rollo y no te suelen dar la murga, aunque muchos hablan un excelente inglés. Es un lugar febril, de compras y paso obligado, uno de cuyos mayores atractivos es lo que queda de la antigua ciudad romana (Filadelfia se llamaba) y la variedad gastronómica a precio razonable.

Es ciudad además de contrastes. Con arrabales pobres que se extienden muchos kilómetros al tiempo que urbanizaciones de lujo o colegios privados muy exclusivos. 



También concentra mucha población flotante porque los mejores hospitales, las universidades y las instituciones están aquí.

Llego al aeropuerto. Muchos miran como un marciano al calvo en bici.

Dejo Jordania, empieza una guerra a un paso pero siempre quiero volver a esta zona del planeta.

lunes, 9 de enero de 2023

Estambul, ciudad de muertos.

Se deja ver, no es ninguna realidad oculta. Estambul tiene devoción por la muerte porque está llena de ella. La ciudad está salpicada de cementerios, algunos visibles y otros no. 



Están los anónimos, los de la gente de a pie y los de la nobleza del Imperio Otomano. Un imperio que, como todos, tenía un intenso hedor a muerte. Más que nada porque, aparte de hacer la guerra, se sustentaba en prácticas como el fraticidio masivo para llegar a ser sultán (hubo sultanes que llegaron a matar a decenas de parientes para acceder al trono).



Al fin y al cabo son miles de años transitando la Historia. La grande, con mayúsculas, y la de la gente pequeña. La de cuya vida no deja mucho más que una anotación burocrática. De ello fue parte de mi pequeña visita.



El año pasado me impactó como un mazazo un libro de la escritora turco británica Elif Shafak: Mis últimos 10 minutos y 38 segundos en este extraño mundo.
Es una historia descarnada y poética de la cara fea de Estambul. Un monstruo urbano de 17 millones de habitantes aproximadamente. 
Aproximados porque nadie ha conseguido hacer un censo real de cuánta gente vive en su conurbación de 100km de largo que ha ido absorbiendo poblaciones cercanas.


La novela la protagoniza la prostituta Leila Tequila que reflexiona mientras acaba de ser asesinada y arrojada a un contenedor de basura.
Nos presenta una galería de personajes que viven al margen de una sociedad que ofrece varias caras. Moderna por un lado y musulmana por otro, pero que está llena de esquinas oscuras donde se mueven personas como la protagonista.
Una historia en que aparecen desmontados varios de los tabús de la sociedad turca: el consumo de alcohol, la homosexualidad, los matrimonios concertados del ámbito rural, la religiosidad hipócrita...



El relato nos traslada a varios lugares, pero concluye en un lugar desolador: lo que llama la autora el cementerio de los solitarios, en Kilyos. Un gran cementerio a 28kms del centro de Estambul y a un paso del Mar Negro. 
Kilyos es un pueblito marítimo de claro origen griego ahora absorbido por la urbe, con negocios de venta de pescado y un par de playas.
Pues bien, me decidí en mi cuarta visita a Estambul a conocer ese cementerio en un pequeño ejercicio de mitomanía innecesaria.



Una hora y media de transporte público, una de las cosas que mejor funciona en Estambul (y menos mal) hasta una zona de robledales y pinares.
Un día gris y lluvioso que se prestaba a la visita. 
Hay un entierro. Solo hombres, como prescribe la religión musulmana. Las mujeres, sin embargo, son las que más pululan por el recinto. La occidentalización de Turquía ha traído costumbres como depositar flores. 


La mayor parte del cementerio son tumbas musulmanas. Incluso extramuros, pues la necrópolis va creciendo paralela a la superpoblación de la ciudad.
En el muro oriental las tumbas cristianas. Mezcladas ortodoxas con católicas.
Donde se terminan los caminos cimentados y mirando a una autopista varias extensiones de tumbas sin nombre ni lápida. Sólo números pintados en tablas.
Las de los nadie. Prostitutas como la imaginada protagonista de la novela de Shafak, suicidas y, en los últimos años, las vidas de refugiados que se ahogan en tránsito al sueño europeo.



Aún así el paraje no es desagradable del todo. El clima cerca del Mar Negro es húmedo. El cementerio está situado en medio de un robledal y hojas y bellotas tapizan el suelo. 
Lejos del estrés de la frenética ciudad los anónimos descansan en paz.
¿Quién sería la nigeriana Esther, muerta con 28 años? Su nombre era de los pocos que mereció una lápida. En otras tablas hay garabateadas algunas palabras, una fecha.


A un paso dos fosas abiertas esperan. Hay que ahorrar trabajo. Los muertos que terminan allí muchas veces no pasan por el hospital. 



Hubo quien dijo que, si quieres conocer una ciudad, compra en un mercado, lee un periódico y visita un cementerio. De hecho las ciudades de los muertos nos enseñan mucho de la realidad de los vivos.
Yo suelo decir que viajar no tiene que ser amable ni bonito. A mí me sirve a veces para aprender en mi papel de turista. Humildad, por ejemplo.



Visité más tumbas en esos días. Desde el mausoleo de Solimán el Magnífico y su esposa favorita a abigarradas extensiones de lápidas que surgen en cualquier esquina de la zona histórica, cementerios de sufís donde se reza o medio derruidos con los omnipresentes gatos o el célebre café dentro del cementerio de Cemberlitas. Estambul no se puede entender sin sus muertos.
Ahí los dejé. Espero volver y prefiero pensar que alguien se acordará de los solitarios de Kilyos.